22 de novembro de 2011

Manifesto dos cientistas sociais
























9 de outubro de 2011

Um artigo de Gerardo Iglésias

Para no olvidar la barbarie

POR QUÉ ESTORBA LA MEMORIA: El que fuera secretario general del PCE y coordinador general de IU, Gerardo Iglesias, llega a las librerías con 'Por qué estorba la memoria. Represión y memoria en Asturias. 1937-1952'. El libro, que recoge 22 historias de maquis asturianos, culmina con un epílogo en defensa de la memoria histórica de las víctimas del franquismo, reproducido bajo estas líneas :


Sólo en Asturias se podrían contar miles de historias tan desgarradoras y aún más que las que cuento. ¡Y no digamos en España! Pues bien, 34 años después del final de la sangrienta dictadura, los poderes del Estado democrático, en lo esencial, mantienen en el olvido la barbarie.
Digo que mantienen el olvido en lo esencial, y no totalmente, porque no cabe ignorar que hubo una cierta atención a las víctimas, básicamente en lo que a compensaciones económicas se refiere. Y no hay que quitar importancia a esto. Si bien, al mantener en el olvido lo esencial del asunto -esencial sobre todo para el sistema democrático-, no es un desvarío considerar que las compensaciones económicas tenían entre sus fines hacer cómplices del olvido a las víctimas.
Ciertamente, las víctimas callaron mucho tiempo, no por complicidad con los que quieren pasar página, sino por desamparo y miedo.
Desamparo, porque incluso los partidos más directamente afectados por las atrocidades del franquismo asumieron que no había que hablar del pasado. Miedo, porque después de tantos años de tormento era muy difícil desprenderse de ese sentimiento. Ésta y no otra fue la razón de haber callado largos años, después de recuperar la democracia.
Pero, más pronto o más tarde, tenía que liberarse el silencio contenido. Porque es imposible superar el pasado -no digo olvidarlo-mientras los restos de miles de asesinados que yacen en las cunetas de España recuerden que el pasado es presente. También porque es muy difícil que los descendientes de las víctimas directas puedan aceptar que el sacrificio de los suyos no sirvió para nada, puesto que eso es lo que viene a decir la Ley de Amnistía de octubre de 1977, al mandar fríamente pasar página. Esta ley es la pieza principal a la que se acogen los poderes del Estado para mantener una vergonzosa y humillante equidistancia respecto al régimen franquista y al régimen democrático de la II República.
Dado que no se puede superar un pasado del que hay tantas cosas presentes que siguen doliendo, en los últimos años han eclosionado con fuerza en la sociedad numerosas asociaciones, llamadas de la memoria, que han puesto sobre la mesa de los poderes políticos la inaplazable necesidad de enfrentarse a cuatro décadas de dictadura atroz, poniendo fin a un estad o de impunidad que humilla a las víctimas y degrada la calidad de nuestra democracia. A ese esfuerzo están contribuyendo de manera muy importante las nuevas generaciones de historiadores, al desmontar con rigor profesional las patrañas que configuraron la memoria de los vencedores y esclarecer en parte la verdad de lo ocurrido. Así mismo, cualificados juristas se han encargado de demostrar lo falaz de los argumentos de los poderes del Estado cuando, por ejemplo, al negarse a anular todas las sentencias de los tribunales franquistas, alegan que ello supondría “la ruptura del ordenamiento jurídico y del principio de continuidad del Estado”. Al respecto, José Antonio Martín Pallín, jurista de reconocido prestigio, es categórico: “No hay argumentos que justifiquen que una democracia deba conservar en su estructura política o en su orden social elementos provenientes de regímenes dictatoriales. De ahí que en las situaciones de cambio de un régimen dictatorial a otro democrático se establezcan programas -comúnmente llamados de ‘justicia de transición’- que pretenden poner fin de una manera ordenada y gradual a los efectos de las anteriores dictaduras. Y lo hace sobre la base de tres criterios: verdad, justicia y reparación”. He aquí la cuestión del olvido. En España no hubo “justicia de transición”. No podía haberla, porque no hubo ruptura democrática. La Transición no la dirigió un gobierno provisional y plural formado al efecto. La dirigieron los políticos más moderados del régimen, moderados pero comprometidos con la dictadura. Siendo así, éstos se encargaron de moldearla de acuerdo con sus intereses. Y una de las cosas que más les interesaba era echar el cerrojo al pasado. Con este fin fue concebida la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977. Una fría ley, sin exposición de motivos siquiera, se descolgaba con doce artículos que, en esencia, venía a poner término a la represión contra los demócratas y a garantizar la impunidad de los represores.
Vista entonces, esta ley suponía un gran alivio para los que sufrían cárcel, los que estaban a la espera de ser condenados, los que llevaban años viviendo en la clandestinidad, los exiliados, los expulsados de sus puestos de trabajo y, en fin, para todos los que llevaban tantos años soportando el terror del régimen. (No decimos nada de los asesinados, porque ya no pensaban). Pero al leerla más de 30 años después resulta inconcebible que no cause asombro a cualquier demócrata. Veamos: “Artículo Segundo, apartado e). En todo caso están comprendidos en la amnistía: los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes de orden público…”. Así, con sólo dos renglones aparentemente inofensivos, se echaba el cerrojo a cuatro décadas de atrocidades.
Es verdad que ésta y todas las normas que presidieron la Transición fueron generalmente aceptadas por las principales fuerzas de oposición al franquismo. Porque había en ellas un profundo deseo de restablecer la convivencia pacífica en España. Siendo así, se acuñó aquello de la “transición pactada”.
Pero cuando hoy se sigue hablando de “transición pactada”, y todavía más, de transición “modélica”, o es que la cosa va de broma -y no tiene gracia-, o que también la amnesia se apoderó de cómo fue aquello. Contaré un hecho que he vivido en primera persona y que es muy ilustrativo de cómo se pactaron determinados puntos del proyecto de transición diseñado por los políticos procedentes del régimen franquista. (No hablo de los asesinatos de Atocha y otros actos terroristas).
Creo que era febrero de 1977, o podría ser otra fecha cercana. El Comité Central del PCE se reunía por primera vez a la luz del día, en un hotel en Madrid. La reunión discurría con la normalidad que permitía la tensa situación del momento y cuando todavía el PCE no estaba legalizado. En un momento dado, Santiago Carrillo recibió una llamada de Adolfo Suárez y tuvo que ausentarse de la reunión. Se interrumpieron los debates esperando a que volviera. Cuando volvió, Santiago dio lectura a una declaración que ya traía preparada y que comprometía al PCE a aceptar la bandera y la monarquía, hoy constitucionales. No hubo discusión. En medio de un completo silencio, se sometió a votación la declaración y, si no me falla la memoria, fue aprobada por unanimidad. El contenido de la declaración no contaba en el orden del día del comité central. La causa que determinaba aquella improvisada decisión era que los militares habían amenazado con asaltar la reunión. Ignoro qué pensaban hacer con nosotros. Pero eso carece de importancia ah ora. Lo importante es subrayar que la Transición se pactó en medio de enormes presiones y chantajes por parte de los llamados poderes fácticos.
La Transición fue llevada a cabo de acuerdo a aquellas circunstancias tan desfavorables para la oposición democrática. Y lo que resultó no fue una transición “modélica”, sino un “modelo de impunidad”. ¿Que a pesar de ello suponía un gran paso adelante? Cierto. ¿Que permitió a España importantes progresos y el periodo más largo de su historia en convivencia democrática? También es verdad. Pero las atrocidades de la dictadura, que siguen humillando y doliendo a tantos ciudadanos y que, por cierto, no dicen nada en favor de una democracia digna de tal nombre. Lo que, en bien de la convivencia pacífica, hubo que admitir y callar en aquellos momentos de enormes resistencias al cambio de régimen político, no hay razón democrática para mantenerlo más de 30 años después.
Los argumentos que mantienen el olvido los conocemos. Los hay de carácter jurídico. Pero éstos chocan de lleno con el derecho internacional y, específicamente, con acuerdos concretos que vinculan directamente a España. Por e ejemplo: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de diciembre de 1966; la Declaración sobre Protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, de 18 de diciembre de 1992; o el Estatuto de Roma de 1998, que crea la Corte Penal Internacional.
Estas y otras normas internacionales establecen la imprescriptibilidad de delitos como los cometidos por la dictadura franquista y obligan a establecer la verdad y a hacer justicia. No es casual que el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas en su informe sobre España, de 27 de octubre de 2008, recomiende a las autoridades de nuestro país la adopción de las siguientes medidas: - Derogación de la Ley de Amnistía de octubre de 1977, antes comentada.
- Reconocimiento de la no prescripción de los crímenes de lesa humanidad.
- Investigación de los crímenes de la dictadura, reparación de los daños y exhumación e identificación de los restos de los desaparecidos.
El incumplimiento de estas obligaciones como Estado democrático y Estado parte, resaltado a los ojos del mundo por situaciones tan bochornosas como el procesamiento del juez Baltasar Garzón por querer investigar los crímenes del franquismo, o el caso más reciente del Diccionario Biográfico de la Academia de la Historia, que exalta la figura de Franco, desprestigia internacionalmente la imagen de España.

El argumento más socorrido para mantener el olvido es el que dice que “no hay que remover el pasado para no reabrir heridas”. Lo primero que hay que decir a esto es que las heridas no se han cerrado. Incluso se hacen más grandes según se conocen nuevos datos. Al cabo de 30 años de democracia comenzamos a enterarnos del robo de miles de niños, hijos de republicanos, que fueron entregados a familias franquistas para reeducarlos. Es esta una herida que escuece singularmente y, sin embargo, parece que tampoco conmueve a los defensores de pasar página. Argumentos como el de “no remover el pasado” y pócimas como la vigente Ley de Amnistía de 1977 no curan las heridas, lo que pretenden es cerrarlas en falso. Lo segundo es que ningún demócrata puede sentirse agraviado porque se condene con contundencia un golpe militar y una dictadura que llegaron para suplantar la legalidad democrática de la república, con un programa preconcebido de esta laya: “Hay que sembrar el terror, dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilaciones a todos los que no piensen como nosotros” (palabras del director del golpe, el general Mola). ¡Y cumplieron ampliamente su programa! Consiguientemente, tampoco ningún demócrata puede sentirse ofendido porque se anulen todas las sentencias producidas por tribunales ilegales nacidos de un poder ilegal sin atender a ningún principio de justicia, sólo a un afán de venganza. Ni porque se investiguen y reparen los daños, por ejemplo, localizando y exhumando los restos de los desaparecidos, naturalmente por cuenta del Estado, porque en nombre del Estado se los desapareció.
Y bien. Si ningún demócrata puede sentirse agraviado por todo esto, sino todo lo contrario, se supone que a quienes no se quiere molestar, para no soliviantarlos, es a los antidemócratas, a los que justifican el golpe militar, la dictadura y sus crímenes. Así pues, el argumento que dice que “no hay que remover el pasado” no encierra una llamada a la responsabilidad, encierra una amenaza. Viene a decir: “No hurguen en el pasado, que volvemos a las andadas”. Es el argumento del miedo, que agita la sombra de Franco sobre la ciudadanía democrática. La llamada responsable, sobre la que existe una convención general entre los demócratas, es esta otra: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”.
No hay que engañarse. Los que repiten una y otra vez que no hay que remover el pasado no lo hacen en interés del fortalecimiento de nuestra democracia; defienden intereses particulares y de clase. Estas son dos de sus razones: una la explicaba así el poeta argentino Juan Gelman cuando recibía el Premio Cervantes 2007: “…sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular”. La otra procura conservar cuantos elementos quedan provenientes de la dictadura, en el orden político, social y cultural, incluido el factor miedo, para condicionar la profundización del “Estado Social y Democrático de Derecho”, que dice la Constitución.
“No hay que remover el pasado” -dicen-, se lo dicen a los olvidados, a los que no han tenido ni justicia ni reparación. En cambio aplauden y se colocan en primera fila cuando una institución tan comprometida con la dictadura y su política de exterminio de los vencidos, la Iglesia Católica, beatifica a sus muertos para hacer exaltación de la Cruzada, 20 años después de recuperar la democracia. ¿Eso no es remover el pasado? La Iglesia tuvo sus víctimas, no vamos a negarlo, y tampoco vamos a entrar en las causas, porque todos los asesinatos son injustificables. Pero la Iglesia t uvo 40 años para honrarlas, beatificarlas y usarlas para ejercer venganza. Los tuvo, y bien que supo aprovecharlos. ¿No era eso bastante? Que esas beatificaciones de los mártires de la Cruzada eran contrarias al espíritu de “reconciliación de todos los españoles y a la profundización de la democracia” lo reconocía incluso el congreso de evangelización celebrado en Madrid en el año 1985. Y sin embargo se llevaron a cabo, contando los actos solemnes con una cualificada representación oficial del Estado español, el mismo Estado que se niega a investigar y reparar de manera integral los crímenes de la dictadura, impidiendo o no facilitando que se construya un relato de memoria compartida que no sea la de la Santa Cruzada.
Siendo lamentable, no tiene mucho de extraño que la derecha española se resista a investigar y reparar los crímenes de la dictadura franquista. Le aporta más réditos dejar las cosas como están. Resulta más chocante que el Partido Socialista no haya adoptado una postura más resuelta para aclarar, reparar y, en definitiva, superar un periodo tan desgraciado de nuestra historia. La llamada ley de la memoria histórica es el intento más decidido de afrontar la cuestión. Sin embargo, las partes más esenciales del problema no las aborda o lo hace de puntillas, y en la parte que más profundiza (la ampliación de derechos de las víctimas de la represión), cuatro años después de su aprobación no se ven mayores resultados.
Hablemos de algunas cosas que la ley omite. Para empezar, omite denominarse como se la conoce, esto es, ley de la memoria histórica. Se denomina Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura. El largo título constituye todo un esfuerzo de funambulismo político para escapar de una definición más comprometida y disimular sus grandes carencias. Evidentemente, la ley no se denomina como se la conoce porque el legislador huye de la idea de construir una memoria colectiva de lo que fueron las causas de la guerra, la guerra misma y la dictadura, asumiendo, de hecho, los argumentos de la derecha que dicen que hay que mantener la equidistancia entre la república democrática y los golpistas y su dictadura, una equidistancia establecida en la Transición que, hay que decirlo claramente, viene a justificar el golpe de Estado que desencadenó la Guerra Civil. Más claramente todavía: lo que en el fondo quiere decir esta postura es que la culpa de todo la tuvo la república. No es casual que en esta ley y en todos los textos oficiales se omita siempre la palabra república. Como mucho, se hace mención a la legalidad democrática previa a la dictadura.
No estoy diciendo, ni mucho menos, que esa postura sea compartida por el Partido Socialista. Lo que ocurre es que este partido, al no querer despegarse de las normas establecidas en la Transición, que echaron un cerrojazo al pasado, termina asumiendo por pasiva los argumentos del Partido Popular y en general de la derecha española, o para no asumirlos, tiene que caminar de puntillas sobre el problema, viéndose envuelto en no pocas contradicciones. Por ejemplo, la ley, en su exposición de motivos, dice que “no es tarea del legislador implantar una determinada memoria colectiva”. Claro que no. Eso es lo que hizo el franquismo. La memoria colectiva, o un cierto relato de memoria compartida sobre los hechos ocurridos, ha de formarse libremente entre la ciudadanía y no por decreto. Ahora bien, para ello la ciudadanía tiene que conocer la verdad de los hechos ocurridos. Al respecto, la ley sí considera deber del legislador “promover el conocimiento y la reflexión sobre nuestro pasado, para evitar que se repitan situaciones de intolerancia y violación de los derechos humanos como las entonces vividas”. Y, en consonancia con ello, acuerda “fomentar la investigación histórica” con políticas públicas. Pero la investigación de los hechos no puede correr sólo a cargo de los historiadores, es imprescindible que intervengan los jueces con todas sus herramientas de trabajo y que resuelvan en justicia. Esto sería lo que más solidez aportaría a un relato compartido de los hechos. Sin embargo, esa puerta continúa completamente bloqueada, por mor de la “modélica” Transición. Hasta tal punto es así, que ahí tenemos la escandalosa situación en la que se ve inmerso el juez Baltasar Garzón. Escandalosa, sobre todo, para el crédito de nuestra democracia, tan atenta a ofrecer recetas higiénicas a otros y tan resistente a higienizar la propia casa.
El legislador no debe implantar una determinada memoria colectiva pero debe abrir todos los cauces que permitan establecer la verdad sobre los hechos ocurridos, contribuyendo, como dice la ley “a la difusión de los resultados”, sin olvidar que el conocimiento de éstos entre en los centros de enseñanza. Esto último no lo dice la ley, lo digo yo. La servidumbre a las normas de impunidad implantadas en la Transición se deja ver en todo el texto de la ley. No hay en ella una condena explícita y rotunda al golpe militar de 1936. Ni rotunda ni nada, no hay condena. E incluso para hacer una tímida condena, de la dictadura habla por boca de otros: “La presente ley asume (…) la condena del franquismo contenida en el Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa firmado en París el 17 de marzo de 2006…”. 466 Por qué estorba la memoria 467. La misma indecisión aparece a la hora de calificar la naturaleza de los tribunales franquistas y de las condenas dictadas por éstos.
Para quedarse a la mitad del camino, el texto de la ley hace malabares rebuscando las palabras. A los tribunales franquistas no los declara ilegales, los considera “ilegítimos (...) por ser contrarios a Derecho y vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo”, y por “vicios de forma y fondo”. Así mismo, según la ley, las condenas dictadas por esos tribunales no fueron ilegales, sino “injustas”.
En consecuencia, aunque proclama “su formal expulsión del ordenamiento jurídico” e impide “su invocación por cualquier autoridad administrativa y judicial” (¡faltaría más!), ahí se quedan sin ser anuladas todas las sentencias condenatorias del franquismo, conservando su carácter jurídico.
Para suplir esa inquietante carencia, la ley reconoce “el derecho a obtener una declaración de reparación y reconocimiento personal” a quienes padecieron los efectos de esas condenas. O sea, lo que hizo el Estado fascista, el Estado democrático lo reduce a un asunto personal. Peor todavía: esa declaración de reparación y reconocimiento personal “no constituirá título para el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial del Estado ni de cualquier administración pública, ni dará lugar a efecto, reparación o indemnización de índole económica o profesional”. En conclusión: dicha declaración sólo servirá para colocarle un marco y colgarla de una pared de la casa particular, como puede hacerse con una estampa de la Virgen de Covadonga, pongamos por caso.
Hasta aquí, algunas consideraciones sobre los aspectos del problema que omite la ley. Sobre lo que aborda, principalmente referido a la reparación a las víctimas de la represión, cuatro años después de su entrada en vigor no hay avances sustanciales, en parte porque la ley se queda corta y en parte por la escasa diligencia en el desarrollo reglamentario necesario para traducir en hechos los aspectos positivos.
En lo que se refiere al asunto más sangrante, la localización y exhumación de los desaparecidos, la ley comienza diciendo exactamente en su artículo 11: “Las administraciones públicas, en el marco de sus competencias, facilitarán a los descendientes directos de las víctimas que así lo soliciten las actividades de indagación, localización e identificación de las personas desaparecidas violentamente durante la Guerra Civil o la represión política posterior y cuyo paradero se ignore”.
Como puede verse, una vez más el Estado democrático no asume la responsabilidad de reparar los daños causados por el Estado franquista, limitándose a ofrecer colaboración a los particulares afectados. Ello resulta, además de injusto, humillante, porque es una manera de no reconocer que los desaparecidos perdieron la vida por defender la legalidad democrática o por querer restaurarla y no por una causa particular. Además, porque esta postura del Estado democrático supone un agravio con relación a lo que hizo el Estado franquista, que sí se responsabilizó, y muy a fondo, de todo lo concerniente a sus víctimas.
Esta falta de compromiso del Estado con la resolución de un asunto tan sensible seguramente viene determinada, en parte, para no hacerse cargo de los costes económicos que ello conlleva. Pero no cabe duda de que tiene también causas políticas, siempre derivadas de las normas de impunidad implantadas en la Transición. Si el Estado se responsabilizara directamente de localizar y sacar de las cunetas los restos de los desaparecidos, se haría inevitable la intervención de los jueces, no como testigos mudos, sino para hacer justicia, que es lo suyo. Y esto es lo que no se quiere, porque chocaría con la todavía vigente Ley de Amnistía, que ha sido entendida por los poderes del Estado como ley del punto final. Mientras no se demuestre lo contrario.
Luego lo más probable es que el compromiso de colaboración de las administraciones públicas con los familiares de las víctimas en no pocos casos se quede en agua de borrajas, puesto que va a depender de la voluntad política de quienes gobiernen. Y después de las elecciones de mayo de 2011, la inmensa mayoría de las administraciones llamadas a colaborar son gobernadas por quienes se ven estorbados por todo cuanto evoque la memoria del pasado.
No obstante, más pronto o más tarde se tiene que acabar con la impunidad y el olvido que amparan y prolongan tantas injusticias, impidiendo que se supere de verdad el pasado trágico. A la vista de la postura de los partidos mayoritarios, todo dependerá de que las asociaciones de la memoria, y en general la sociedad civil sigan empujando. Y también de hasta qué punto el derecho internacional saque los colores a nuestra democracia y la reconvenga a cumplir las leyes que amparan los Derechos Hu manos y que vinculan a España como Estado.

24 de setembro de 2011

Reapresentação

Tal como aconteceu com «o tempo das cerejas» (agora prosseguido aqui em http://otempodascerejas2.blogspot ), também «os papéis de alexandria» que lhe serviam de suporte ou espaço de desenvolvimento deixou de estar online fruto da vingança de um burlão que, tendo-se apoderado da minha conta de gmail, se apoderou por essa via da administração daqueles dois blogues.

O novo «os papéis de Alexandria» nasce portanto com um objectivo similar embora seja de prever umas minhas grandes dificuldades em recolocar aqui as muitas dezenas de artigos de opinião ou crónicas escritas ao longo de várias décadas e que, a pouco e pouco, ia passando para este blogue.

De qualquer modo, à falta de melhor, celebro este pobre reaparecimento com o grande Miles Davis.

22 de abril de 2008

 

As «eleições» presidenciais de 1958 - A grande campanha do «general sem medo»

por Vitor Dias

In «o militante» de MAIO-JUNHO de 2008

A campanha do general Humberto Delgado, em torno de cuja candidatura se uniram na parte final todos os sectores da oposição antifascista, merece ficar registada na história nacional como um excepcional momento de determinação, coragem, mobilização e esperança colectivas, cujo valor imenso e profundo significado saem ainda mais agigantados se não nos esquecermos que todos estes valores e características se afirmaram, irradiaram e se projectaram no quadro de uma ditadura brutalmente repressiva e, portanto, afrontando as intimidações, violências, prepotências, discriminações e ameaças de que o regime fascista sempre usou e abusou.

Naturalmente que a emergência de momentos como as presidenciais de 1958 não podem ser atribuídos apenas a uma personalidade dado que são inseparáveis da respectiva conjuntura social, económica e política, e designadamente de uma situação de vasto descontentamento popular, expresso em múltiplas acções de massas, bem como da contribuição das diversas forças e sectores que confluíram no apoio à candidatura de Delgado e do empenhamento, trabalho e esforço de milhares de democratas.

Mas, ao mesmo tempo, seria profundamente errado ignorar ou desvalorizar que o carisma, a figura e a personalidade do general Humberto Delgado, de uma óbvia singularidade e novidade em termos de candidatos presidenciais da oposição, desempenharam um papel assinalável em termos da mobilização, do apoio popular e da esperança que a sua campanha suscitou e protagonizou.

Com efeito, não custa compreender que para isso, entre outros aspectos, terão contribuído a circunstância de se tratar de um militar e de um general no activo, vindo das próprias fileiras do regime, o facto de ter um discurso e uma linguagem sem dúvida pouco elaborados politicamente mas muito directos, determinados e combativos, o facto de, perguntado em conferência sobre o que faria com Salazar se ganhasse as eleições, ter respondido com o célebre «Obviamente, demito-o!» (ou seja, exactamente o que os seus mais próximos apoiantes e conselheiros lhe haviam recomendado minutos antes que não dissesse), a circunstância de ter ganho a qualificação de «o general sem medo» (o que tinha como reflexo indirecto que mais portugueses fossem capazes de vencer o medo), para já não invocar o facto acessório de se bater contra um candidato do regime, o almirante Américo Tomás, que já então aparecia como uma apagada marioneta de Salazar e depois, até ao 25 de Abril, se tornaria a figura mais ridicularizada da ditadura.

Aqui chegados, é tempo de prevenir que este texto tem sobretudo preocupações de divulgação e descrição de alguns aspectos centrais desta valiosa experiência e que não pretende nem visa propriamente um aprofundamento de análises de carácter histórico em torno das muitas e complexas questões que estão associadas à intervenção da oposição em geral, e do PCP em particular, naquelas «eleições» presidenciais.

 

 

Alguns antecedentes das presidenciais de 1958



Por mais estranho que hoje isso possa parecer face ao que se escreveu, a verdade é que, em torno das «eleições» presidenciais de 1958 e da intervenção da oposição democrática,  longe de se ter verificado qualquer rápido entendimento ou convergência de opiniões no campo democrático, bem pelo contrário manifestaram-se profundos conflitos e divergências que, incidindo naturalmente sobre o candidato a escolher ou a apoiar, relevavam substantivamente concepções muito diferenciadas sobre a táctica e a estratégia do combate e da luta antifascistas.

Na verdade, ainda que, durante os anos 50, a direcção do PCP, no quadro do que depois veio a ser considerado «o desvio de direita», sustentasse erroneamente a possibilidade de «uma solução pacífica para o problema político português», isso não significava qualquer aproximação ou contemporização do Partido face às concepções de sectores oposicionistas, e sobretudo de personalidades que, para além do seu conservadorismo no plano social e do seu visceral  anticomunismo, concentravam sempre todas suas apostas e esperanças nas intrigas palacianas dentro do regime ou no putchismo militar, com o correspondente e ostensivo desprezo pela luta de massas, pelo reforço e estabilidade organizativos da oposição e pelos imperativos de uma real e vasta unidade democrática.

Neste contexto, estando as «eleições» presidenciais previstas para Junho de 1958, desde Outubro de 1957 que, de forma progressivamente mais insistente, o PCP apelou à unidade democrática que resultasse na apresentação de um candidato presidencial com um passado e posições inequivocamente antifascistas, criticou vivamente os atrasos e demoras nessa tarefa da maior importância e, em Dezembro desse ano, já rejeitava categórica e explicitamente a falada hipótese de uma candidatura do general Humberto Delgado, tendo em conta o seu passado percurso político e a grande indefinição sobre quais seriam as suas posições.

É a esta luz, e portanto num contexto de enormes dificuldades políticas, que tem de ser vista a decisão do PCP de convidar para candidato democrático o Eng. Cunhal Leal, sem dúvida uma das mais moderadas, conservadoras, anticomunistas e controversas  personalidades que já tinham sido politicamente activas durante a I República, que aceitou porém o convite, vindo depois a desistir invocando razões de saúde. Perante essa circunstância, logo de seguida o PCP apoiou a apresentação da candidatura do advogado dr. Arlindo Vicente, um homem de esquerda e um cidadão de uma enorme integridade e que assumiu abnegadamente essa dificílima responsabilidade.

Se nada mais fosse acrescentado a esta descrição, poder-se-ia ficar com a ideia completamente errada de que só o PCP destoou num coro quase geral de apoio à candidatura do general Humberto Delgado. Com efeito, a candidatura deste militar vindo de fresca data das fileiras do salazarismo foi sobretudo obra da persistente e habilidosa acção de António Sérgio (que terá estabelecido contacto com Delgado através da mulher do capitão Henrique Galvão, outro ex-salazarista ferrenho e duradouro campeão do anticomunismo) que conseguiu tornar em facto consumado aquela candidatura apesar das fortes reservas de muitos destacados membros do Directório Democrato-Social que, excepção feita ao chamado «grupo do Porto» em que pontificavam o arq. Artur Andrade e o dr. Artur Santos Silva (pai),  preferiam a candidatura de Jaime Cortesão.

De assinalar ainda que o próprio Mário Soares, que já havia abandonado o PCP há nove anos, declarou na entrevista publicada em livro e feita por Maria João Avillez que, inicialmente olhara para a candidatura de Delgado «desconfiadíssimo» e que «muitos de nós, olhávamos para Delgado, ao começo, de soslaio, pois era totalmente estranho aos meios oposicionistas».

 

 

Um vendaval de esperança em luta contra a repressão e a farsa eleitoral

 

Enquanto a candidatura de Arlindo Vicente cumpria honrosamente o seu papel de mobilização democrática sobretudo nas áreas de maior influência do PCP e, de forma implícita, dava corpo a uma afirmação política do Partido que frustrava intuitos discriminatórios de matriz anticomunista, a candidatura do general Humberto Delgado, pela razões apontadas no início, rapidamente se transformou num autêntico vendaval político sustentado por todo o país numa extraordinária e impressionante mobilização, participação e entusiasmo populares, como está facilmente documentado pelas imagens da época, designadamente da manifestação no Porto e da manifestação em Lisboa, à chegada de Humberto Delgado à estação de Santa Apolónia.

Entretanto, por muito que isso possa ser desinteressante ou desnecessário para os leitores com mais de 50 anos, importa sublinhar que «eleições» sob uma ditadura fascista nunca podiam sequer ser uma espécie de curto, frágil e episódico parêntesis democrático mas apenas e tão só uma farsa eleitoral donde, consequentemente, estavam ausentes todas as regras, princípios e procedimentos democráticos que hoje, para a maioria dos portugueses, são tão óbvios e naturais como o ar que se respira.

Desde o facto de o recenseamento eleitoral ser altamente restritivo, discricionário, manipulado e discriminatório (deve lembrar-se que chegámos ao 25 de Abril apenas com cerca de 800 000 eleitores inscritos) até, por efeitos da intimidação das autoridades fascistas, à dificuldade em arranjar sedes e espaços para comícios em sessões; desde a circunstância de não estar assegurada pelo governo a impressão dos diversos boletins de voto (com a subsequente dificuldade para a oposição de arranjar papel igual ao usado nos boletins das candidaturas do regime) até ao facto de os boletins de voto não estarem acessíveis nas mesas de voto, sendo os das candidaturas do regime previamente distribuídos porta a porta por agentes da PSP e da GNR e os boletins de voto da oposição circulando apenas de mão em mão pelo esforço dos democratas; desde a falta de fiscalização da contagem dos votos por não estar assegurada a presença de representantes da oposição até às mais brutais e descaradas «chapeladas» e fraudes eleitorais; desde a manutenção da censura à imprensa, embora por vezes mais aligeirada, até à ameaça e ao risco de retaliações e perseguições a seguir às eleições – assim se pode retratar, em termos muito sumários, toda uma vasta e pérfida panóplia de instrumentos repressivos de que a ditadura fascista se servia para enfrentar o «incómodo» de realizar «eleições».

E, a propósito desta temática, que não se pense que esta é uma descrição apenas aplicável aos anos 40 ou 50 ou que o regime fascista, com o passar do tempo, tenha abrandado no recurso a estes métodos. Bem pelo contrário, o que se pode afirmar é que até ao seu derrubamento a ditadura os foi sempre refinando e agravando, como se demonstra pela simples evocação do que foi nas «eleições» de Outubro de 1973 que o regime impôs duas espectaculares «inovações»: a limitação do uso da palavra em sessões e comícios apenas aos candidatos e apenas aos candidatos do respectivo distrito e a previsão, por nova lei, do julgamento e condenação à perda de direitos políticos dos candidatos de listas que tivessem desistido de ir às urnas.

E resta acrescentar que só à luz do condicionamento imposto pela impetuosa vaga nacional de apoio à candidatura de Humberto Delgado é que se pode compreender que o regime tenha sentido a necessidade de, ainda assim, lhe atribuir 25% dos votos perante a generalizada convicção de que o general Delgado ganhara de facto as eleições. E vale a pena referir, quanto mais não seja em homenagem a essa comovente combatividade, que em muitas localidades do país a pressão popular sobre as mesas de voto foi tão corajosa e tão forte que as autoridades fascistas tiveram de ali reconhecer e anunciar a vitória de Delgado.

A força e a dimensão da consciência e do sentimento populares de que se tinha registado uma escandalosa fraude eleitoral foram tão amplas e generalizadas que, a seguir à votação em 8 de Junho, sob impulso determinante do Partido, se seguiram vários meses de intensificação de greves e outras formas e lutas de operários e trabalhadores rurais muitas vezes com carácter abertamente político, de inúmeras, variadas e criativas formas de protesto contra a burla eleitoral e contra a brutal vaga repressiva desencadeada pelo Governo após as «eleições» (os sinais de luto, os boicotes a espectáculos e à lotaria, etc., etc.) com destaque para a jornada nacional de protesto realizada logo em 1, 2 e 3 de Julho. Numa reunião realizada na primeira quinzena de Agosto, o Comité Central do PCP estimava que mais de 60 000 trabalhadores tinham já estado em luta neste quadro de verdadeira indignação nacional pela espoliação feita ao general Delgado e às forças antifascistas da sua vitória. (1)

A medida do susto que o regime fascista passou com a candidatura de Humberto Delgado

fica definida se recordarmos que a ditadura, imediatamente a seguir, acabou com a eleição directa do Presidente da República, passando este a ser «eleito» pela reunião conjunta da Assembleia Nacional e da Câmara Corporativa.

 

O apoio final do PCP a Delgado e o chamado «pacto de Cacilhas»

A evolução da campanha eleitoral e a positiva impressão causada pelo vigor, coragem e frontalidade do general Humberto Delgado levaram então a que o PCP, num meritória atitude de lucidez política e maleabilidade, se pronunciasse pela imperativa necessidade da concentração dos votos democráticos naquele candidato, na base de um acordo político, de carácter público, entre as duas candidaturas.

Conforme há 10 anos relatou nestas páginas (O Militante n.º 236 [2] , de Setembro-Outubro de 1998) o saudoso camarada Eng. António Simões de Abreu (pai), esta orientação foi aprovada por uma reunião nacional de representantes das comissões de apoio à candidatura de Arlindo Vicente, realizada a 29 de Maio, em Beja, tendo sido logo aprazado por telefone um encontro com o general Delgado nessa noite, durante um comício em que este participava em Cacilhas.

Entretanto, aconteceu que, por  força de sucessivas intercepções policiais da sua viatura, Arlindo Vicente e António Simões de Abreu chegaram já muito tarde ao comício, verificando-se que não havia condições para realizar o projectado acordo que, tendo ficado conhecido como «o pacto de Cacilhas» foi de facto assinado pelos dois candidatos às 4 da manhã, na residência do general Delgado, na Rua Filipe Folque, em Lisboa.

 

O texto do acordo era o seguinte:

«Portugueses!



A Oposição Independente e a Oposição Democrática, representadas pelos seus candidatos à Presidência da República, senhor General Humberto Delgado e senhor Doutor Arlindo Vicente, em face da necessidade de estabelecer, nas urnas, uma unidade de acção contra o Governo da Ditadura, verificaram ser útil, e até decisivo, proceder imediatamente a tal unidade e, para isso, estabelecer a actuação comum nos seguintes termos que se comunicam à Nação:



As Candidaturas prosseguirão, a partir desta data, a trabalhar em conjunto, e no final, representadas nas urnas por um só Candidato, o General Humberto Delgado, que se compromete, por sua honra, e salvo caso de força maior, a tornar efectivo o exercício do voto até às urnas e estabelecer, em caso de êxito, o seguinte:



a) Condições imediatas de aplicação do Art.º 8º da Constituição;

b) Exercício de uma Lei Eleitoral honesta;

c) Realização de eleições livres até um ano após a constituição do seu Governo;

d) Liberdade dos presos políticos e sociais;

e) Medidas imediatas tendentes à democratização do País.



Viva Portugal!

Viva a Liberdade!



Lisboa, 30 de Maio de 1958



aa.) Humberto Delgado

Arlindo Vicente»

 

Uma outra história

 

Como se compreenderá, não cabe nos objectivos deste texto descrever ou analisar nem os acontecimentos posteriores às presidenciais de 1958 nem o percurso politicamente  acidentado, turbulento e conflituoso do general Delgado no período que vai desde a sua discutível decisão de, já demitido do serviço militar activo, se refugiar, em 12.1.1959, na Embaixada do Brasil (país que lhe concedeu asilo político) até ao seu trágico e repugnante assassinato, em 13 de Fevereiro de 1965, perto de Badajoz, por uma brigada da PIDE, na sequência de uma armadilha longamente preparada e do inteiro conhecimento de Salazar.

Para uma maior informação e acesso às análises do PCP sobre todo esse período e sobre esse percurso do general Delgado, continua a ser uma obra indispensável o Dossier Humberto Delgado – o crime premeditado, publicado pelas Edições «Avante!», em Abril de 1979 (hoje só disponível em bibliotecas) e que, estranhamente (ou não), é muitas vezes ignorado nas bibliografias sobre o general Humberto Delgado.

Talvez porque dele resulta claríssimo que, por entre ásperas divergências e não poucos conflitos, o PCP foi o sector político que teve um comportamento de maior lealdade com o general Delgado e mais prevenções lançou no sentido de que o processo de auto-isolamento político daquele corajoso combatente antifascista podia criar facilidades para o êxito das provocações e manobras criminosas do fascismo.

Notas

(1) Todos estes aspectos estão largamente abordados e detalhados nas edições clandestinas do Avante!, a partir da primeira quinzena de Junho, e que agora estão disponíveis em wwwpcp.pt 

(2) Acessível em http://www.omilitante.pcp.pt

1 de março de 2006

30 anos de uma
Constituição com futuro

Vitor Dias no Avante ! de

1.3.2006

No próximo dia 2 de Abril completam-se trinta anos sobre a aprovação e imediata promulgação da Constituição da República Portuguesa que
representaram – e representam ainda hoje – um marco de extraordinário significado político e de grande alcance histórico no processo da revolução do 25 de Abril.

Com a conclusão dos trabalhos da Assembleia Constituinte eleita em 25 de Abril de 1975 e a aprovação de uma nova operou-se a passagem da situação
democrática criada pelo levantamento militar e pela
iniciativa e luta populares à instauração de um regime democrático escolhido pelo próprio povo, cumprindo-se assim um compromisso fundamental inscrito no Programa do Movimento das Forças Armadas e também – importa recordá-lo – um objectivo essencial do Programa do PCP aprovado em 1965 e confirmado nas adaptações conjunturais que foram introduzidas no VII Congresso Extraordinário
do PCP realizado em Outubro de 1974. Ocorrendo apenas quatro meses após os acontecimentos do 25 de Novembrode 1975, a aprovação da Constituição
representou também um inestimável factor de estabilização da situação política e da vida democrática do país, assim contrariando as forças e interesses que acalentavam o desejo de levar mais longe uma dinâmica revanchista e a esperança de que uma substituição do General Costa Gomes na Presidência da República permitisse fazer retroceder e anular o curso
progressista imprimido ao processo de elaboração da Constituição.

Mas a principal grandeza e importância da   Constituição aprovada há 30 anos está no facto, carregado de
significado e consequências, de com ela o país ter ficado dotado de uma Lei Fundamental que, embora com base num
compromisso multipartidário, incorporou e consagrou, de forma clara e indiscutível, a ruptura revolucionária com a
ditadura fascista e o vasto e rico património de valores,
objectivos, transformações, conquistas e mudanças trazidas à sociedade portuguesa pela revolução democrática.

Como será hoje ainda mais evidente, esta distintiva natureza e este marcante conteúdo da Constituição de 1976 não tiveram origem nem na mera relação de forças na Assembleia Constituinte nem no exclusivo mérito dos deputados constituintes. Antes só podem ser explicados pelos avanços e conquistas obtidos, muitas vezes antes da sua consagração legal, nos anos de 1974 e 1975 através da luta dos
trabalhadores e de outras camadas e grupos sociais e da aliança Povo-MFA, bem como pela existência à época de um
muito profundo enraizamento social dos ideais e valores da revolução de Abril que condicionou em grande medida diversas forças políticas obrigando-as a dissimular transitoriamente muitos dos seus reais objectivos e propósitos.

é também por isso que se pode dizer, com inteiro rigor
e cristalina verdade, que a Constituição da República aprovada em 1976 constitui ela própria uma fulcral conquista do 25 de Abril e representa, na história nacional, um indelével momento de pujante afirmação damelhores esperanças e aspirações e mais generosos sonhos do povo português.

Sete-revisões-sete

Ao longo dos últimos 30 anos, com maior ou menor intensidade, e exactamente por ser «filha da revolução de Abril» e não por estar em «oposição à revolução» como várias forças políticas sustentaram, a Constituição da República não foi apenas motivo de luta política ou de debate ideológico mas também e sobretudo um alvo privilegiado da ofensiva das forças de direita e do grande capital, quase sempre com uma significativa cumplicidade do PS.

Se outros elementos não existissem, bastaria referir o facto de,
desde a sua aprovação, a Constituição de 1976 já ter sido sujeita a sete processos de revisão (o que coloca certamente Portugal, a nível europeu e mundial, como um dos países onde mais repetidamente se altera a Lei Fundamental) para se perceber que não terminou em 1976 nem está ainda terminado nos dias de hoje o conflito de fundo entre as forças e interesses que não se reconhecem nosvalores, na substância concreta e na arquitecturaconstitucional originada na revolução democrática
e as forças, como o PCP, que são fiéis àquele património e nele vêem um importante instrumento e uma decisiva referência para a construção de um futuro diferente e melhor.

Na verdade, as sucessivas revisões da Constituição não são explicáveis por qualquer obsessão perfeccionista ou volúpia actualizadora mas pelo propósito comum à direita e ao PS de, passo a passo, ir mutilando o texto original da Constituição, retirando protecção constitucional a algumas importantes conquistas de Abril, reabilitando retroactivamente as políticas que, em aberta divergência com a Constituição, realizaram e
realizam nos governos, abrindo as portas para mais graves avançosda política de direita.

verdade, o que verdadeiramente marca as sucessivas revisões da Constituição (umas ordinárias, outras extraordinárias) não são melhoramentos pontuais
positivos (que é sempre possível fazer e para os quais o PCP, uma vez desencadeados os processos de revisão, muitas vezes qualificadamente contribuiu) mas sim importantes alterações
de fundo em consonância com os interesses e objectivos da
política de direita. Assim, é o caso da revisão de 1982 que procedeu à reconfiguração dos órgãos de poder ditada pelo propósito do PS, do PSD e do CDS de extinguir o Conselho da Revolução e a intervenção institucionalizada do MFA na vida política. É o caso da revisão de 1989 cujo objectivo fundamental foi o de eliminar a protecção constitucional da Reforma Agrária e das nacionalizações (abrindo caminho para o nefasto processo de privatizações que o país tem conhecido e sofrido). É o caso da revisão de 1992 que visou proteger e autorizar as graves mutilações da soberania nacional induzidas pela vinculação ao Tratado de Maastricht. É o caso da revisão de 1997 que saldou pela consagração da exigência de um referendo obrigatório sobre a institucionalização das
regiões administrativas (que entretanto continuam inscritas na
Constituição como uma realidade integrante do poder local) e pela perversa abertura dada a negativas alterações nas leis eleitorais, quer para as autarquias locais quer para a Assembleia da República. É o caso da revisão de
2001 destinada a permitir a adesão ao Tribunal Penal Internacional e a autorizar as buscas policiais nocturnas. É o
caso da revisão de 2004 que, com o proselitismo próprio dos subservientes, cuidou de submeter antecipadamente a nossa
Constituição a uma «Constituição europeia» que se não está morta está mal enterrada. E, por fim, apesar de tudo o menos grave, e o caso da revisão de 2005 em que, após piruetas e trapalhadas sem fim a propósito do regime do referendo sobre temas europeus, PS e PSD acabaram por consagrar uma solução dúbia e insatisfatória, recusando pela quarta vez a proposta do PCP
de consagrar plenamente a possibilidade de referendos sobre tratados
nesse âmbito.

Falsidades,
argumentos de conveniência e outros truques

A
campanha política e ideológica que há trinta
anos é movida contra a Constituição não
se deteve nem amainou significativamente com a frenética
sucessão de revisões e tem-se servido invariavelmente
de um vasto conjunto de falsidades, argumentos de pura conveniência
e outros truques.

Nesse
turvo conjunto, por vezes nem há qualquer coerência dado
que as forças de direita (e também o PS) acusam o PCP
de, em 1975-76, ser contrário à elaboraçãoe entrada em vigor da Constituição mas, ao mesmo tempo,
são elas que mais atacam o conteúdo da Lei Fundamental
do país enquanto o PCP é o seu mais firme defensor.

Em
termos históricos, esta acusação feita ao PCP
serve-se sobretudo daquela que é, sem dúvida, a maior
falsificação política posta a circular depois do
25 de Abril de 1974 e à qual bem se pode aplicar a máxima
de Goebbels de que uma mentira mil vezes repetida acaba por se tornar
verdade.

Referimo-nos
concretamente ao que quase toda a gente tranquilamente chama de
«cerco da Constituinte» – expressão que,
combinada com o sistemático recurso às imagens
televisivas da concentração de trabalhadores da
construção civil em frente ao Palácio de S.
Bento em 12 e 13 de Novembro de 1975, pretende atestar ou certificar
que, de facto, terá havido um grave conflito e antagonismo
entre, de um lado, o movimento popular, os trabalhadores e o PCP e,
do outro, a elaboração da Constituição em
que PS, PSD e CDS supostamente estariam firmemente empenhados.

Nem
os anos que passaram, nem o pessimismo pessoal sobre as hipóteses
de se ganhar esta batalha de esclarecimento e rectificação,
nem o facto de esta monumental falsificação já
ter assumido ares de «verdade oficial», designadamente
com a sua lamentável inclusão numa edição
de luxo da Assembleia da República em que se descreve a
história do Parlamento português, nos podem ou devem
levar a desistir de combater este deliberado atropelo à
verdade e grave entorse à história.

Dirigentes
e responsáveis do PS, do PSD e do CDS, e legiões de
jornalistas e comentadores já repetiram milhares de vezes a
expressão «cerco da Constituinte».

Mas
é exactamente no que sempre omitiram e omitem e no que não
contaram e não contam que está a verdade dos factos e a
verdade do que realmente aconteceu.

Porque
todos sempre omitem que a manifestação-concentração
dos trabalhadores da construção civil só se
realizou em frente ao Palácio de S. Bento porque o Ministro do
Trabalho, desrespeitando compromissos assumidos, encerrou à
última hora as instalações do Ministério
na Praça de Londres.

Porque
todos sempre omitem que não foi a Assembleia Constituinte que
foi «cercada» mas sim o Palácio de S. Bento onde
aquela funcionava mas onde funcionava também o VI Governo
Provisório e o Primeiro-Ministro Pinheiro de Azevedo, as
únicas entidades a quem os trabalhadores dirigiram as suas
reivindicações sócio-laborais.

Porque
todos sempre omitem que, sendo verdade que, num quadro de grande
exasperação e radicalismo, os deputados à
Constituinte, erradamente, também foram impedidos de sair, a
maior e mais decisiva verdade é que aquela imensa concentração
de trabalhadores não apresentou quaisquer reivindicações
à Assembleia Constituinte nem formulou quaisquer exigências
relativamente à elaboração da Constituição.

Porque
todos sempre omitem que, por mais que se dessem ao trabalho ampliar
as fotografias e as imagens televisivas dessa concentração,
jamais encontrariam nas respectivas faixas e palavras de ordem
qualquer referência à Assembleia Constituinte e à
elaboração da Constituição.

De
um outro ângulo, merecem também referência as
constantes linhas de ataque à Constituição seja
com pretexto na sua extensão (296 artigos), seja em desacordo
com as suas fortes componentes programáticas, tudo conveniente
embrulhado em sofismas como a da «neutralização
ideológica» da Constituição e da vantagem
de, para o «Estado mínimo» que alguns desejam,
haver também uma «Constituição mínima».

E
é assim que, ano após ano se vai fazendo toda uma
intensa doutrinação sem que os doutrinadores alguma vez
tenham respondido à sensata objecção de que uma
«Constituição mínima» significaria
necessariamente criar uma maior latitude e margem de arbítrio
para os órgãos de soberania, alguma vez tenham sacudido
a crítica de que eliminar o carácter ideológico
e programático de certas normas da Constituição
é viabilizar e consagrar outra ideologia e outro programa,
alguma vez tenham explicado porque é que os incomoda tanto a
extensão da Constituição portuguesa e não
os incomodou nada a extensão da «Constituição
europeia» que continha 456 artigos, fora os anexos, e que
fervorosamente apoiaram.

Defesa
da Constituição – uma luta que tem de continuar

Pode
haver democratas que hoje tendam a desvalorizar a luta em defesa da
Constituição e pelo seu respeito e cumprimento devido
à evidência de que o facto de termos tido – e ainda
hoje assim ser – uma das Constituições mais avançadas
e progressistas do mundo não poupou o povo e o país –
e, em boa verdade, não estava ao seu alcance garanti-lo –
aos continuados efeitos da política de direita praticada por
sucessivos governos com todo o seu cortejo de desilusões,
injustiças, malfeitorias e retrocessos.

Mas,
a este respeito, é necessário lembrar duas coisas
essenciais: a primeira é que é impossível fazer
a demonstração de que, sem ela, as coisas teriam
corrido melhor, sendo avisado admitir que a ofensiva antidemocrática
e a política contrária aos valores e objectivos
constitucionais teriam chegado ainda mais longe e mais fundo sem esta
Constituição; a segunda é que por alguma razão
os sectores políticos que são porta-vozes e
representantes do grande capital e do neoliberalismo continuam a
ambicionar proceder a uma grande e drástica «limpeza»
na Constituição.

E
não é prudente nem vantajoso ignorar que a eleição
de Cavaco Silva para Presidente da República introduz, ao
menos de forma reflexa, no quadro político nacional alterações
que, entre outros eixos de pressão para o agravamento da
política de direita, não deixarão de favorecer
maiores pressões para futuras revisões constitucionais
que desfigurem ainda mais, em múltiplas vertentes, o regime
democrático consagrado na Constituição.

Escrevendo
isto não estamos obviamente a prever ou vaticinar que, em
Belém, Cavaco Silva vai desencadear iniciativas ou tomar
posições frontalmente inconstitucionais, estamos sim a
chamar a atenção para que a eleição de
Cavaco Silva é um inegável factor de estímulo
para as forças económicas e interesses de classe que
apoiaram a sua candidatura e que essas nunca fizeram as pazes com a
Constituição e, mais cedo do que tarde, trarão
para a cena política toda as opções ideológicas
e todos os projectos que Cavaco Silva zelosamente escondeu e
dissimulou durante a campanha eleitoral.

E
não é necessário ter tirado qualquer curso
superior de bruxaria para saber que, de há muito, o grande
capital e as forças de direita (e sectores que pesam no PS
dirigido por José Sócrates) consideram que a
Constituição é ainda um sério obstáculo
à concretização dos seus projectos em matéria
de direitos dos trabalhadores, de privatização de
serviços públicos e de desmantelamento dos sistemas
públicos de saúde, segurança social e ensino e
talvez mesmo de reconfiguração do sistema político
e dos poderes dos órgãos de soberania.

O
PCP e os comunistas portugueses, que têm legítimo
orgulho na contribuição que deram para a elaboração
da Constituição aprovada em 1976 e para a fundação
do regime democrático, continuarão a inscrever na sua
agenda de luta e nos seus compromissos com o povo português a
defesa activa da Constituição da República,
texto que continua a ser mil vezes mais moderno do que o discurso e
as orientações dominantes na vida política
nacional e que, por isso mesmo, tem futuro e é essencial para
a construção de um Portugal com futuro.